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19 jun 2010

[II.5.]

16 jun 2010

[II.4.]

11 jun 2010

[II.3.]

8 jun 2010

[II.2.]

5 jun 2010

[II.1.]
Utilizo la palabra energía en el mismo sentido que lo hace en su diccionario María Moliner, quien la define, en primera acepción, del modo que sigue: "Capacidad mayor o menor de alguien o algo para realizar un trabajo o esfuerzo o producir un efecto". Evidentemente, aquello a lo que aspira nuestra energía escénica es a producir un efecto determinado sobre el público.
Llegados a este punto, podríamos entrar, justificadamente, a debatir sobre el concepto de catársis, que Aristóteles aplica a la música -en su Política- y a la tragedia -en su Poética-. En ninguno de los dos casos llega Aristóteles a definir propiamente el concepto de catársis, pero sí lo asocia con un arte sólo secundariamente imitativo como la música -hoy lo consideraríamos un lenguaje abstracto, lo que también es discutible-, y con las emociones -la compasión, el temor-. Lo que es evidente, y es lo que nos interesa aquí, es que la catársis nada tiene que ver con la palabra ni con aspectos intelectivos y conceptuales. Es ahí donde -al margen de los beneficiosos efectos sociales que la catarsis pueda tener, en opinión de Aristóteles, sobre el público- el concepto de catarsis y el de energía podrían ser concomitantes.
Sea como sea, el concepto de energía forma parte del lenguaje común de actores y directores y resulta perfectamente comprensible utilizada en el contexto adecuado, aunque, por lo general, suele usarse de forma ambigua y no se la suele concebir de manera adecuada o -dicho de forma más precisa- estructuradamente compleja. Cualquier director reclamará más energía a sus actores en determinados momentos. Nadie se sentirá desconcertado cuando, ante una escena, alguien proponga que se trata de un máximo energético. A nadie le sorprenderá que un director reclame a un compositor una música o a un iluminador determinados efectos que realcen la tensión de un momento concreto. Vista así, sin embargo, la energía se refiere casi exclusivamente a los máximos -acción, emoción, crueldad, interés, tensión...-, mientras que un concepto realmente comprehensivo debería incluir asismismo los mínimos energéticos y proponer una curva continua -de carácter prácticamente musical- para el devenir energético de cualquiera de las piezas que se desarrollan en un tiempo estrictamente delimitado -música, cine, teatro-. En ningún momento se entiende que la energía modifique sustancialmente el aspecto conceptual de la pieza, simplemente funciona como vehículo y modificador emocional de la información que sirve.
Visto así, el concepto de energía, muy brevemente, podría definirse como la acumulación de impactos sensoriales y emocionales que el público recibe durante la representación y que transforman su estado de ánimo y lo predisponen a recibir la información intelectual de una manera no exclusivamente racional.
De hecho, el de energía es el concepto central de la concepción teórica de la dramaturgia que propongo, que parte de la idea del público como receptor sensorial y emocional de una multiplicidad de impactos que recibe por diferentes canales y que él procesa simultáneamente. Lejos de eliminar el valor de la palabra en beneficio de los lenguajes sensoriales (música, luz, acción, colores, etc.), la sitúa en dos momentos distintos del proceso de creación: 1) Al principio, como elemento conformador ultraconsciente de lo que serán todos los impulsos que se produzcan durante el proceso de la representación. 2) Al final, como texto acabado que escuetamente reúna las palabras que deben ser dichas durante la representación (es bajo esta perspectiva como se comprenden plenamente las opiniones de Peter Brook sobre la palabra-impulso en Shakespeare que he comentado en I.7.).
El hecho de dar al texto teatral final -es decir, al guión perfectamente acabado- una prioridad máxima, algo en que los dramaturgos suelen insistir en defensa de su parcela propiamente textual y que los filólogos hacen por la lógica de siglos de conservación del teatro por ese único medio y, a menudo, también por simple desconocimiento de las leyes que rigen lo escénico, no hace otra cosa que distorsionar una realidad perceptiva que va mucho más allá de estas palabras. No es sorprendente, en cambio, que al mismo Shakespeare, hombre fundamentalmente de teatro, dramaturgo hecho sobre las tablas, la conservación de sus propios textos le preocupara tan poco como para que fueran sus compañeros quienes lo hicieran una vez muerto él (a una edad, es verdad, temprana).
Vista así, la dramaturgia es fundamentalmente el cañamazo temporal que prevé la progresiva incorporación de materiales -conceptuales, narrativos y escénicos- por medio de todos los lenguajes que intervienen en la puesta en escena: de un lado, los que se derivan de los códigos prelingüísticos (que son propios de los actores, bailarines y cantantes: lenguaje corporal, gestual y vocal); de otro, los que se derivan de los códigos sensoriales (los lenguajes plásticos de los escenógrafos, iluminadores y figurinistas; también el lenguaje musical); por último, y entrelazado con todos ellos, el lenguaje textual que recoge la oralidad de los diálogos y monólogos.
Los códigos prelingüísticos y sensoriales són anteriores al uso del lenguaje verbal y, por eso mismo, y porque se dirigen a nuestra naturaleza animal, impactan sobre el público de forma mucho más intensa e inmediata, aunque también de forma mucho menos racional y consciente. Estos impactos que utilizan de forma absolutamente habitual artes como la música, el cine o el teatro son, justamente, lo que llamamos energía.
El concepto de energía aplicado a la dramaturgia de una forma sistemática permite plantear etrategias de análisis, concepción dramatúrgica y puesta en escena que son una guía excelente en el proceso de creación.
Retengamos por el momento dos conceptos:
  • energía como elemento de concreción de las emociones
  • energía como elemento estructurador de la atención del público

4 jun 2010

[I.7.]
Termino este primer capítulo, centrado en el público, tratando de establecer una aproximación entre el concepto de energía -que aún no hemos hecho nada más que empezar a definir como aquel elemento que convierte al espectador en verdadero auditorio- y la escritura dramática. En El espacio vacío, Peter Brook -gran director- dice, hablando de Shakespeare -el dramaturgo por excelencia- las siguientes palabras que resultan especialmente interesantes encuadradas en el contexto de lo que hemos comentado en el apartado anterior:
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"Con respecto a Shakespeare oímos o leemos el mismo consejo: 'Interprete lo que está escrito'. Las palabras de Shakespeare son registros de las palabras que él deseaba que se pronunciaran, palabras que surgen como sonidos de labios de la gente, con tono, pausa, ritmo y gesto como parte de su significado. Una palabra no comienza como palabra, sino que es un producto final que se inicia como impulso, estimulado por la actitud y conducta que dictan la necesidad de expresión. Este proceso se realiza en el interior del dramaturgo, y se repite en el actor. Tal vez ambos son sólo conscientes de las palabras, pero tanto para el autor como luego para el actor la palabra es una parte pequeña y visible de una gigantesca formación invisible. Algunos escritores intentan remachar su significado e intenciones con acotaciones y explicaciones escénicas; sin embargo, no deja de chocar el hecho de que los mejores dramaturgos son los que menos acotan. Reconocen que las indicaciones son probablemente inútiles. Se dan cuenta de que el único modo de encontrar el verdadero camino para la pronunciación de una palabra es mediante un proceso que corre parejo con el de la creación original. Dicho proceso no puede pasarse por alto ni simplificarse."
[Peter Brook: El espacio vacío. Arte y técnica del teatro. Ediciones Península, Barcelona, 2006. (Primera Edición inglesa, 1968)]
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Peter Brook acierta plenamente al señalar que "una palabra no comienza como palabra, sino que es un producto final que se inicia como impulso, estimulado por la actitud y conducta que dictan la necesidad de expresión". Lo importante es la necesidad de expresión, el impulso primero, que es, antes que nada, "sonidos... con tono, pausa, ritmo y gesto", un cañamazo en el que sólo más tarde se engarza la palabra en el proceso que desemboca en la expresión final. Es significativo que en los interrogatorios policiales se conozca que el sospechoso miente cuando en su discurso la palabra se anticipa al gesto, porque el orden natural es precisamente el contrario: primero el gesto, la expresión, el tono, el tempo... y sólo después la palabra. Otro indicio de mentira es la repetición exacta de secuencias de palabras, que demuestran que el interrogado no visualiza lo que describe y, por lo tanto, no puede elegir unas u otras palabras para describir un suceso infinitamente más rico en estímulos que aquellos pocos en los que quedan resumidos mediante la palabra.
Resulta imprescindible entender que existe una importantísima dependencia de la palabra no sólo respecto a la expresividad del que habla sino, y ahí sí empiezan a vislumbrarse todos los elementos que conforman esa energía escénica de la que hablo, respecto a los estímulos sensoriales del entorno donde esta palabra es dicha. Resulta más fácil mostrarlo con un ejemplo: la misma palabra -ya sea amor, odio, pasión, o cualquier otra- tendrá reverberaciones distintas y será dicha por el emisor y entendida por el receptor de forma completamente diferentes si es dicha en uno y otro contexto -ya sea iglesia, cementerio, en lo alto de una montaña, o en una taberna-. Esto también lo sabía, y lo utilizaba magistralmente Shakespeare.
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Tenemos, en definitiva, al público bien dispuesto y sentado en la platea. Es un público movido por el placer de la inteligencia (una inteligencia fruto de la evolución animal, tal como la hemos definido en [3]), que habita indifectiblemente en el centro mismo de una cultura que lo conforma ([4]), que ha hecho determinados preparativos para asistir a este acto en el cual sufrirá una transformación unificadora junto con los otros asistentes ([5]). Sabemos, además, que, por encima de la palabra, hay dos elementos anteriores a la ella que tienen la capacidad de impactar sobre el espectador de forma emocional, instintiva y perentoria y que son la expresividad corporal y los estimulos sensoriales que recibimos por nuestros cinco sentidos ([6] y [7]). Es para este público que el dramaturgo construye sus juguetes escénicos. Es teniendo en cuenta todos estos elementos como podemos empezar a pensar la dramaturgia de la energía.
[I.6.]
La primera vez que di con este estado de conexión público-actores enunciado de forma transparente fue, hace ya muchos años, en un artículo de Manuel Vicent, publicado en El País Semanal en 1989, donde lo describía no en el seno de una comunidad humana sino de simios, algo que nos habla, justamente, de la antigüedad evolutiva de este mecanismo socio-psicológico (y de su obvia utilidad para la colectividad). En el artículo, titulado "Sueños de África", Manuel Vicent narra cómo recorre la sabana africana en furgoneta cuando, de pronto, descubre esta situación sorpendrente:
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"Antes de oscurecer pasé junto a una nutrida colonia de babuinos en el momento en que un centenar de monos de esta clase se hallaban reunidos bajo el árbol de la fobia en torno al que parecía ser su tirano, un macho de espectaculares encías que daba una arenga a sus súbditos o tal vez una lección política. Las hembras llevaban muy abierta la rosa del sexo, y sobre ella se habían sentado para escuchar con suma atención el terrible discurso que no tenía significado aunque era muy emotivo. Algo acababa de suceder en el mundo de los simios, algo gordo se estaba cociendo entre ellos puesto que aquel jefazo o instructor no hacía sino caldear los ánimos de los oyentes con objeto de arrastrarlos a una victoria. El negro Allan condujo nuestro vehículo enjaulado por una extensión de helechos hasta las cercanías del mitin y entonces pude ver con exactitud el fulgor de la mirada de aquel primer ministro y el ademán con que acompañaba todos sus gritos en medio del silencio del planeta. En el auditorio iba creciendo la tensión a simple vista mientras el orador señalaba el sur al final de cada parrafada, pero tuvo que haber pronunciado sin duda una frase hermosa en el último instante porque de pronto la asamblea de monos puesta en pie interrumpió con aplausos las palabras del tirano y a continuación comenzó a marchar en columna de a tres enfilada al cerro donde esperaba el enemigo en orden de guerra. Los del bando contrario también eran babuinos."
[Manuel Vicent: “Sueños de África”, en El País Semanal, 28.V.1989, número 633. Lo he publicado íntegramente como Anexo 1.]
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Manuel Vicent, obviamente, no habla de teatro, ni siquiera piensa en él mientras describe al grupo de babuinos. Sí se refiere, con la ironía que lo caracteriza, a lo que, pare él, es un acto político ancestral. Y ni siquiera está demasiado velada, tras la imagen del terrible tirano de los babuinos, la del dictador por excelencia del siglo XX: Adolf Hitler y su despliegue de sonidos guturales y de gestualidad y expresividad extremas en rostro y manos. Pero lo cierto es que en la narración de Vicent (dedidiamente literaria, porque no tiene la menor pretensión de ser científica), éste está describiendo una situación, muy común entre los humanos, en la que un individuo se sitúa frente al grupo con el objetivo no tanto de transmitir una información determinada cuanto de alterar el estado de ánimo de su audiencia. Ahí está ya el germen de lo teatral.
Es más, en la tensión, en la electricidad, en la energía que atraviesa el grupo (el auditorio) está la esencia de lo teatral. Retengo de Manuel Vicent una frase, "el terrible discurso que no tenía significado aunque era muy emotivo", en la que la palabra "significado" es empleada de forma inexacta. Evidentemente que aquel discurso tenía un "significado", que es, como detecta bien, pura emotividad. Lo que no tiene, o no tiene todavía en este tramo de la evolución, es un significado basado en la palabra. Cómo y cuándo aparece el lenguaje es un tema apasionante de la paleoantropología que se aleja mucho del tema que nos hemos propuesto. Sí es importante constatar, en cambio, que antes de la palabra existían gran parte de los mecanismos que siguen conformando, hoy, la base de la comunicación.
Sobre es forma primara del discurso oral se articula, en efecto, el discurso verbal. Esta el gesto, -del cuerpo, de las manos-, la expresión del rostro -sin duda de una ferocidad basada en la dentadura, arma terrible-, está el empleo de la voz, como un ladrido, un aullido, con su ritmo, su volumen, sus cadencias, sus repeticiones. Cuando el gesto y la voz quieren comunicarse al grupo, se amplifican, se vuelven perentorios. Ahí está ya el actor, esa capacidad carismática de electrizar a la audiencia, que forma parte de nuestra constitución biológica anterior a la lengua. Y ahí está, con toda certeza, el secreto de Shakespeare.